miércoles, 7 de diciembre de 2011

Modernidad (II)

Si traicionamos nuestros orígenes dejamos de ser lo que somos; pero si mantenemos la fidelidad podemos experimentar con cualquier cosa sin miedo alguno. Podemos atrevernos a explorar y emprender el camino hacia la modernidad.

El sociólogo Zygmunt Bauman caracteriza la modernidad actual como "líquida" frente a una pasada etapa de la humanidad definida como "sólida".

En tiempos de lo sólido, las cosas duraban y mantenían una misma forma permanentemente.

Ahora nuestra "modernidad líquida" disuelve lo sólido y propicia los cambios, las cosas fluyen y se transforman constantemente.

Los cristianos debemos afrontar el reto que nos plantea la modernidad desde la fidelidad al Evangelio. No somos llamados a mantener la solidez de un pasado remoto sino a expresar en formas cambiantes y fluidas la verdad del Evangelio de Jesucristo.

Podemos verlo en tres distintas áreas: la naturaleza de la Iglesia, la inclusividad y la liturgia.

Todos los intentos de construir nuevas formas de ser Iglesia, con estructuras renovadas, etc. han chocado con la realidad imperfecta de la naturaleza humana. Se han explorado prioritariamente dos caminos: construir una Iglesia institucional lo más perfecta posible (con sus jerarquías, burocracia, normas, etc.) o bien propiciar el entendimiento de la Iglesia como un acontecimiento que prime la experiencia, el momento. Pero el Evangelio nos enseña que la Iglesia en los primeros tiempos era vida compartida. No era ni vida reglada ni acontecimiento vital, sino camino compartido. Aquí se abre un territorio a explorar...

Lo mismo ocurre en el tema de la inclusividad y la apertura de la Iglesia: una Iglesia para tod@s. La Iglesia no puede ser obstáculo para el Evangelio sino canal por el que éste fluya. El Evangelio no está reservado para aquéllos que lo viven como yo lo vivo o son como yo soy.

(No defendemos esta postura desde la indiferencia sino desde la tolerancia. No se trata de aceptar la agenda ajena para aparentar modernidad sino ser consecuentes con las propias convicciones a la vez que respetuosos con las opciones vitales de los otros).

Por último, la liturgia de la Iglesia será moderna si permite que el hombre de hoy escuche la voz de Dios y entre en diálogo con Él. No se trata de hacer hablar a Dios como si fuera uno de nosotros, ni de imaginarle con nuestras mismas preferencias musicales (para sentirnos bien cantándole nuestras melodías).

Hemos de trabajar la liturgia para facilitar a Dios su deseo de revelarse a nuestros corazones y traernos paz. Por eso nuestra preocupación central ha de ser trabajar para entender y hacer entender el lenguaje de Dios.


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