Siempre he admirado al general De Gaulle.
Fue la persona que más cerca tuvo la tentación autoritaria y siempre se resistió a ella.
Un sin número de veces la Historia le brindó en bandeja sobrepasar la democracia pero él siempre se resistió: aún antes de la II Guerra Mundial, durante su exilio en Brazzaville y Londres, al regresar al París liberado, en los convulsos años 50 y ante la crisis argelina, en el mayo del 68...
De Gaulle fue un gran constitucionalista. Tenía un programa político claro y quería desarrollarlo al amparo de las leyes. Cuando el pueblo le dijo Sí, cumplió con creces. Cuando el pueblo le dijo No, se retiró con discrección.
Su amor a la democracia fue expresión de su amor a Francia. Respetaba el sentir de los franceses.
En su obra L'Appel (1940-1942) escribió:
“Toda mi vida me he hecho una cierta idea de Francia. Y ello me lo ha inspirado tanto el sentimiento como la razón. Lo que hay en mí de afectivo se imagina naturalmente a Francia como la princesa de los cuentos de hadas O la virgen en los frescos de los muros, predestinada siempre a lo eminente y excepcional”.
Nunca se vio a si mismo como nacionalista. Percibía el nacionalismo como odio a la nación vecina, quizás por la experiencia de ver a Europa encenderse en llamas por la enemistad entre alemanes, franceses, ingleses... Él siempre se sintió un patriota.
Su respeto a la democracia, a la opinión popular, a las leyes, a la Constitución, son un buen ejemplo para aproximar posturas en estos tiempos convulsos en los que Catalunya se prepara para ir a las urnas.
El pueblo necesita expresarse en las urnas eligiendo sus representantes y guiándoles luego en las decisiones que éstos decidan someter a consulta.
Todo ello debe hacerse de acuerdo a la legalidad vigente o tras reformar esa legalidad.
Sin odios, por patriotismo.
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